10 de septiembre de 2010

UNA TARDE DE SEPTIEMBRE


Viento de Levante.

El mar, agitado. El agua limpia, fresca y espumeante.

La arena, dorada, tibia, con pequeñas dunas, formadas por el viento y las pisadas, proyectando su sombra más allá de los granos que las forman. Maleable, cambiante, el viento la arrastra y me araña suavemente la piel. Se introduce en el cabello, la toalla. Se adhiere por donde quiera que pasa. Granos minúsculos y áridos. Cálidos y ásperos.

El sol caminando hacia el horizonte, templado, agradable, brillante y acogedor.

La brisa juguetea con los rizos sueltos al viento. Ligeros. Salados por el agua del mar. Cambiando de tonalidad debido a los rayos solares que los vuelven cálidos y brillantes.

A través de los auriculares llega a mis oídos "Sildavia". Una y otra vez se repite la canción en el móvil y hace que aparezca una sonrisa pícara y luminosa en mi cara.

"Sildavia no se halla en los mapas, no tengas miedo de perderte, no..."

Un velero surca el mar.

Paz. Tranquilidad. Sosiego. Sólo se oye el mar, las olas y unos críos jugueteando en la orilla con una tabla.

Algunos paseantes, más o menos ridículamente ataviados, luchan contra el levante mientras se despiden del verano y los días de asueto.

Estoy sola, pero no me siento sola.
Puede que esté en Sildavia. ¿Te vienes?